Por Hernán Cortés
Al igual que muchos documentales de corte intimista, Silvia tiene el desafío de que los materiales y la visión que lo recorren -que, en este caso, son extremadamente personales- resulten interesantes puertas afuera. La propuesta de María Silvia Esteve cumple con ese cometido y logra que el espectador ajeno se zambulla en esa historia que comienza con los festejos de un casamiento para dar lugar a una complejidad interpeladora.
La Silvia del título, madre de la directora, fallecida en 2015, es el eje de este relato que narra en carne viva el desmembramiento de una familia. La anécdota inicial podría resumirse así: Silvia se casa con Carlos (él es diplomático) y se instalan en Guatemala, donde nacen María Silvia y su hermana mayor (el matrimonio tuvo tres hijos). Según filmaciones caseras, parecen felices -por cierto, Silvia irradia fotogenia-, pero no todo lo que reluce es oro y, raspando un poco las superficies, comienzan a asomar depresiones, alcoholismo, engaños y frustraciones.
Compuesto íntegramente por material de archivo a lo largo de varias etapas de la familia (impresiona el abundante registro cotidiano en épocas pre-celulares) y las voces en off de las tres hermanas, que se valen de fragmentos de recuerdos en la mayoría de los casos, el documental va diseminando algunas situaciones que marcaron a fuego la niñez de las chicas. ¿Silvia se resignó a vivir a la sombra de su marido? ¿El amor de su vida fue otro hombre? ¿Fue su madre una persona violenta? ¿Y Carlos un manipulador? Las imágenes le dan soporte a las dudas y cuestionamientos de Esteve, que incluso provocan alguna incomodidad en sus dos hermanas.
Honesta, catártica, desgarradora por momentos, como sucede con El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi) -con la que comparte varios tópicos-, Silvia está lejos de ser un ajuste de cuentas sino más bien un intento por desentrañar, comprender y explicar los orígenes, que por imperfectos que resulten son al fin y al cabo lo que nos define.
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