Por Hernán Cortés
Aquellos que, como quien escribe, no estén familiarizados con el ajedrez no se verán impedidos de aproximarse a esta biopic de corte clásico sobre Bobby Fischer, campeón norteamericano que brilló entre los 60 y los 70 y que posteriormente descendió a los infiernos de la locura. En La jugada maestra se estudian estrategias minuciosamente y cada movimiento en una partida corta el aire, pero el juego resulta apenas un excusa para mostrar hasta qué punto los deportes individuales (aunque está en discusión si el ajedrez es efectivamente un deporte o se trata de mera ciencia) pueden corroer la psiquis de quién los practica.
La elección de que Tobey Maguire encarne al errático Fischer es más que acertada pues su rostro parece ideal para captar el progresivo deterioro del astro del ajedrez. Narrada en forma cronológica, la película comienza con los días en que el pequeño Bobby era un niño prodigio en Brooklyn hasta su veloz ascenso, cuando en paralelo va volviéndose un ser egocéntrico, mesiánico y paranoico. Cabe destacar que el apogeo de Fischer sucede en plena Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, lo que produce que el protagonista lleve su delirio de persecución a niveles inimaginables (es capaz de revisar los teléfonos de cada hotel donde se hospeda en busca de micrófonos escondidos).
Seguido de cerca por su abogado (Michael Stuhlbarg) y un cura que hace las veces de padrino (Peter Sarsgaard), Fischer será una efímera celebridad en su país, tan chauvinista para encolumnarse detrás de un héroe como para luego condenarlo al ostracismo (Fischer vivió sus últimos años prácticamente como un homeless, con un franco deterioro mental). Merece un capitulo aparte el eterno duelo entre Fischer y el ruso Boris Spassky (Liev Schreiber), su eterno rival, cuyas partidas paralizaban a dos naciones. Son estos los mejores pasajes de una película que nunca llega a consumar el jaque mate.
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