Por Hernán Cortés
La película que abrió el último Festival de Mar del Plata tiene como carta de presentación a Mathieu Amalric encarnando a Paul Dédalus, un antropólogo que decide regresar a Francia desde Tayikistan, donde vive hace ocho años. En el aeropuerto, es detenido por presunto robo de identidad: existe un homónimo con el que no solo comparte nombre sino también fecha y lugar de nacimiento. Este incidente será la punta del ovillo con la que Paul irá desmarañando varios episodios de su adolescencia y juventud.
Con el flashback como recurso, se pondrá en marcha un relato de iniciación en el veremos a Paul a los 16 años (caracterizado aquí por Quentin Dolmaire) viviendo en Roubaix (una ciudad periférica francesa) junto a sus hermanos y soportando los malos tratos de su padre, que no puede superar la pérdida de su esposa. La rutina se alterará con un viaje a Rusia que explicará el episodio inicial (narrado con la precisión de un thriller de espías) y, sobre todo, con la aparición de Esther (Lou Roy-Lecollinet), una chica seductora y algo cínica de la que Paul quedará flechado.
La conflictiva relación entre Esther y Paul será el eje de la segunda mitad del film, con la partida de él a París para estudiar (donde vive casi como un homeless) y la inestabilidad sentimental de ella (durante las ausencias de Paul, será cortejada por otros muchachos). Desplechin sorprende con algunos "trucos" de edición sin que las circunstancias lo requieran, como dividir la pantalla en tres o abrir unos planos como vistos desde un teleobjetivo. Habrá además una interpelación al espectador cada vez que Esther o Paul lean una carta, sumada a alguna que otra cuota de surrealismo.
Fuera de estos agregados visuales, que no restan pero tampoco aportan demasiado, Tres recuerdos de mi juventud es un film disfrutable que genera inmediata empatia por ese par de antihéroes soñadores. Es en ellos (mérito de Dolmaire y Roy-Lecollinet) y en su historia de amor donde radica la fuerza de la película.
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