Por Hernán Cortés
La primera imagen de La novia del desierto es un plano cenital de una peregrinación de gente al costado de una ruta. Marchan hacia el santuario de la Difunta Correa, en San Juan, pero no por fervor religioso sino por otro motivo más terrenal: se rompió un micro con destino a la capital provincial y a los pasajeros no les queda otra que llegar a pie hasta allí para tomar otro colectivo que los lleve a destino. El aura de la popular beata será una presencia constante en la ópera prima en conjunto de Cecilia Atan y Valeria Pivato, también autoras del guión.
Entre las personas varadas está Teresa (Paulina García), una empleada doméstica que debe abandonar la casa donde trabaja en Buenos Aires por mudanza de la familia y tiene que ir a San Juan para instalarse en lo de sus nuevos patrones. En el santuario Teresa se cruza con el Gringo (Claudio Rizzi), un vendedor nómade y buscavidas que, tras ofrecerle probarse un vestido en su casa rodante, parte raudamente por la inminencia de una tormenta y se lleva consigo el bolso de Teresa. Por lo tanto ella tendrá ahora el doble objetivo de encontrar al Gringo y llegar a tiempo a la casa de sus empleadores.
Planteado el conflicto, la película transita caminos ya explorados dentro del género road movie, aquellos con protagonistas en principio opuestos (Teresa es reservada y hasta parca, mientras que el Gringo es un charlatán bonachón) pero que, tras un viaje en el que estarán obligados a convivir, nacerá algo entre ellos. Pisar en terreno conocido, sin embargo, no impide que el saldo sea un relato cálido y entrañable, sostenido por la química entre dos actores talentosos y versátiles y aderezado con bellos planos del desierto sanjuanino.
Despiertan alguna reserva el uso de flashbacks sobre el pasado de Teresa (explican en principio deja su ex trabajo, pero posteriormente poco aportan al desarrollo de la trama) y cierta "redención" en el final, pero son observaciones mínimas para este disfrutable films de segundas oportunidades.
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