Por Hernán Cortés
Si se barajaran hipotéticos nombres para protagonizar una película sobre un fanático de San Lorenzo todas las miradas apuntarían hacia Viggo Mortensen. Pero si bien el actor de El Señor de los Anillos aportaría con creces conocimiento de causa, un film como Hijos nuestros requería otro perfil. Es acertada, por caso, la elección de Carlos Portaluppi para encarnar a Hugo, un taxista de existencia monótona, solitario, algo malhumorado y, claro, cuervo de ley, con pasado como futbolista incluído.
En un viaje, Hugo conoce a Silvia (Ana Katz), que cría en soledad a Julián (Valentín Greco), su hijo adolescente. Van a un club de barrio donde el chico juega y, aparentemente, tiene buen pie. Movido por el bichito futbolero, Hugo se convierte en chofer permanente de madre e hijo con el objetivo de que Julián se pruebe en su San Lorenzo querido y, de paso, acercarse a Silvia.
Se valora que Gebauer y Suárez no ridiculicen a su protagonista (está lejos de ser el típico "cabeza de termo"). La pasión azulgrana de Hugo es un cable a tierra y se nota que la procesión va por dentro. En el deseo de que Julián juegue en San Lorenzo hay más énfasis en revertir una frustración personal que salvarse económicamente con el pibe. De hecho, si bien hay referencias concretas al club de Boedo (un programa partidario, el mítico bar frente a lo que era su estadio, la rivalidad con Vélez), esa válvula de escape podría resultar cualquier otro equipo.
La película exhibe otra veta, que es la dificultad (y la torpeza) para establecer lazos afectivos después de los 40, cuestión que evoca a Una novia errante (2005), donde Portaluppi y Katz transitaban un vínculo similar y lo hacían con el mismo oficio que ahora. En definitiva, un film más que disfrutable, ideal para coincidir con el auspicioso presente del Ciclón.
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