Por Hernán Cortés
En menos de un año y en dos oportunidades, el cine chileno dijo lo suyo sobre los abusos (sexuales y psíquicos) de la Iglesia Católica de su país. Primero fue con El club, de Pablo Larraín, donde las atrocidades de los "curitas" permanecían en un sigiloso fuera de campo. En la película de Matías Lira, en cambio, los hechos están a la vista y la estructura coloca a víctima y victimario en un sórdido juego de gato y ratón que, pese a estar basado en un caso que sacudió los cimientos de la curia local, no resulta del todo efectivo y verosímil.
El título se refiere al cura Fernando Karadima, a cargo de la parroquia santiaguina de El Bosque. Locuaz y carismático, pero al mismo tiempo manipulador y perverso, Karadima (Luis Gnecco) exhibe un magnetismo difícil de comprender (al menos para aquellos que no sean religiosos) entre sus monaguillos, que no por nada lo llaman "El santito". Tomás (interpretado por Pedro Campos de adolescente y por Benjamín Vicuña ya adulto), uno de esos acólitos que pretende ser sacerdote, comienza a frecuentar asiduamente al párroco, que lo convierte en su asistente personal. No es precisamente un chico, pero ciertas inseguridades y algún trauma del pasado lo harán caer en una telaraña simbiótica y enfermiza que se extenderá por casi veinte años.
La narración pendula entre el presente y el pasado. A partir de una larga conversación con un sacerdote al tanto de las malas artes de Karadima, Tomás repasa desde los primeros escarceos sexuales a los que fue ¿sometido? (le sobraba edad para defenderse) hasta cuando, ya casado y con hijos, le concede al cura el insólito rol de "guía espiritual" de su familia.
Los abusos de la Iglesia, claro está, no se limitan solo a lo sexual (el dominio también puede ser psicológico). Pero la película no encuentra la solidez necesaria para hacer creíble la historia. ¿Qué es lo que provoca la exhaustiva dependencia de Tomás con el impune Karadima? El film jamás lo profundiza, y así, la propuesta navega entre el drama intimista, el thriller psicológico y la denuncia social. Y no termina siendo ni una cosa ni la otra.
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